Escritura creativa, por Ulises Cappa
... Transcurrieron semanas luego del sepulcro de sus padres. No soportaba la idea de ser acogida nuevamente. Miraba en silencio por la ventana lo grises que eran aquellos días. Y allí estaba, el peso enorme del recuerdo, que aturdía su mente, que traspasaba su corazón envolviéndolo de angustia. Todo Himmelstrasse llevaba consigo un recuerdo, no dejaba de pensar en Rosa, Rudy, Max y sobre todo en Hans.
Un día entre el llanto y la nostalgia decidió escapar, a pesar de que el alcalde y su mujer hacían todo lo que podían, la niña no tenía fuerzas para vivir en esa ciudad. Entonces así fue, por la mañana, una ladrona con un alma sucumbida en la tristeza, tristeza reflejada en sus ojos, corría sin mirar atrás, quizás volvería unos largos años después.
“Todos los días Dios nos da un momento en que es posible cambiar todo lo que nos hace infelices. El instante mágico es el momento en que un sí o un no pueden cambiar toda nuestra existencia.”
Pensó que necesitaría algo de dinero, y recurrió al hurto nuevamente. Esa mañana temprano Ilsa Herman y el alcalde dormían pacíficamente. Antes de accionar decidió sacarse los zapatos para no causar mucho ruido. En ese momento al mirar a su izquierda visualizaba a su compañero y gran amigo Rudy diciendo “¡Hey, saumensch, yo iré por algo de comida!”, pero tomó fuerzas cuando se daba cuenta de que una lágrima se deslizaba por su mejilla. Para su suerte la puerta de su cuarto estaba entreabierta y de nuevo, no tuvo mucho que pensar donde guardaría algo de dinero el alcalde ya que pudo ver su billetera posada en el suelo al pie de la cama junto a su pantalón. Terminada la hazaña, Liesel se dirigió a su cuarto, y escribió una nota mostrando su agradecimiento acompañado de unas sinceras disculpas y algunas explicaciones.
La forma mas fácil y rápida de salir de Himmelstrasse hacia cualquier lugar fue en tren. Mucho no le costó colarse, ya que llevaba consigo el instinto de ladrona. Cuando el tren entraba en marcha, Liesel le ofrecía una “última mirada” a Himmelstrasse. Imaginaba que la despedían Rosa con un “Hasta luego y cuídate, mi pequeña saumensch”, a su lado, Rudy con sus zapatos sucios, un balón en el suelo, sus ojos azules y su pelo color limón, con una sonrisa recordándole el beso que en el más allá le daría o simplemente en la otra vida. También estaba Max con unos guantes de boxeo, orgulloso por un derechazo en el rostro del Füher y, por último, al hombre de los ojos plateados, Hans Humberman, con un cigarrillo en su boca, sonriente, saludándola con una mano y cargando su adorado acordeón de la otra. Liesel sonrió, y sí, nadaba en lágrimas pero lo hizo aunque todavía no puede explicar qué es lo que la impulsó a hacerlo, si fue la sonrisa de su padre o el saber que pronto se volverían a encontrar. Miró el acordeón que llevaba y luego contempló el cielo, pudo notar que entre todo ese cielo gris, se coló un pequeño rayo de luz, y sonrió más aún, sus padres estaban allí, llegó a pensar que no sólo fue su imaginación, que solamente ella los pudo ver y sentir.
Viajó y se coló de tren en tren, robó algunas frutas de los mercados para ahorrar y, para no perder la costumbre, algunos libros de las ferias.
Una tarde con un radiante sol, Liesel leía sentada en la banca de una plaza en Madrid, los libros eran lo único que la sacaba del mundo y la apartaba del llanto. Sin darse cuenta, una señora de cabellos rubios hasta la cintura, ojos azules como el mar que expresaban soledad, se sentó a su lado a leer un libro que traía en sus manos. Cada una planeaba en el mundo de la imaginación, ninguna lograba percibir a la otra, sumergidas, sin darse cuenta que leían el mismo libro. Al cabo de un tiempo, la señora de los cabellos rubios dejó de leer y empezó a observar, algo andaba raro, pero se sentía bien. Miró al cielo, vio los árboles y se tranquilizó con la melodía que dejaban los pajaritos, miró a su izquierda: algunas parejas por ahí, ancianos, perros que jugaban y mordisqueaban y algunos niños que corrían felices hacia las hamacas. Giraba su cabeza lentamente observando y percibiendo los detalles que habitaban por el lugar hasta llegar a Liesel, podía notarse cómo las lágrimas se habían secado en ese rostro, que extrañamente le parecía familiar.
- ¿Niña de dónde eres? Preguntó amablemente. Liesel la miró un poco sorprendida al sentir que alguien por fin hablaba su mismo idioma en España y respondió
- Um, soy de un pueblo de Alemania a las cercanías de Munich. ¿Usted?
- ¡Vaya! Y qué haces aquí sola en un país como éste. De seguro escapabas de la Guerra como lo hice yo, soy de Berlín. Mi marido cayó en batalla y decidí viajar y dejar atrás mi pasado porque no lo aguantaba.
Liesel tuvo una extraña satisfacción. Mantuvieron una charla durante horas, al principio estuvo algo callada, pero después habló y habló contándole su historia a aquella mujer llamada Frieda (que significa paz y alegría), Frieda Schuller.
Frieda invitó a Liesel a tomar leche y comer algo en el hotel en que se estaba hospedando y Liesel no se negó ni por un segundo, ya que moría de hambre. Llegada la noche, la mujer pidió a Liesel que se quedara, aceptó. Pasaron los días y se hicieron buenas amigas, compartían muchas cosas, como la lectura, el dolor, la soledad antes de conocerse, entre tantas cosas.
Viajaron por todos lados, Frieda había heredado los bienes de su familia y era licenciada en letras. Su viaje concluyó en Sydney, donde actualmente vive Liesel. A lo largo de los años volvió a reencontrarse con Max, gracias a una revista en donde se destacaba un libro escrito por él.
Un día entre el llanto y la nostalgia decidió escapar, a pesar de que el alcalde y su mujer hacían todo lo que podían, la niña no tenía fuerzas para vivir en esa ciudad. Entonces así fue, por la mañana, una ladrona con un alma sucumbida en la tristeza, tristeza reflejada en sus ojos, corría sin mirar atrás, quizás volvería unos largos años después.
“Todos los días Dios nos da un momento en que es posible cambiar todo lo que nos hace infelices. El instante mágico es el momento en que un sí o un no pueden cambiar toda nuestra existencia.”
Pensó que necesitaría algo de dinero, y recurrió al hurto nuevamente. Esa mañana temprano Ilsa Herman y el alcalde dormían pacíficamente. Antes de accionar decidió sacarse los zapatos para no causar mucho ruido. En ese momento al mirar a su izquierda visualizaba a su compañero y gran amigo Rudy diciendo “¡Hey, saumensch, yo iré por algo de comida!”, pero tomó fuerzas cuando se daba cuenta de que una lágrima se deslizaba por su mejilla. Para su suerte la puerta de su cuarto estaba entreabierta y de nuevo, no tuvo mucho que pensar donde guardaría algo de dinero el alcalde ya que pudo ver su billetera posada en el suelo al pie de la cama junto a su pantalón. Terminada la hazaña, Liesel se dirigió a su cuarto, y escribió una nota mostrando su agradecimiento acompañado de unas sinceras disculpas y algunas explicaciones.
La forma mas fácil y rápida de salir de Himmelstrasse hacia cualquier lugar fue en tren. Mucho no le costó colarse, ya que llevaba consigo el instinto de ladrona. Cuando el tren entraba en marcha, Liesel le ofrecía una “última mirada” a Himmelstrasse. Imaginaba que la despedían Rosa con un “Hasta luego y cuídate, mi pequeña saumensch”, a su lado, Rudy con sus zapatos sucios, un balón en el suelo, sus ojos azules y su pelo color limón, con una sonrisa recordándole el beso que en el más allá le daría o simplemente en la otra vida. También estaba Max con unos guantes de boxeo, orgulloso por un derechazo en el rostro del Füher y, por último, al hombre de los ojos plateados, Hans Humberman, con un cigarrillo en su boca, sonriente, saludándola con una mano y cargando su adorado acordeón de la otra. Liesel sonrió, y sí, nadaba en lágrimas pero lo hizo aunque todavía no puede explicar qué es lo que la impulsó a hacerlo, si fue la sonrisa de su padre o el saber que pronto se volverían a encontrar. Miró el acordeón que llevaba y luego contempló el cielo, pudo notar que entre todo ese cielo gris, se coló un pequeño rayo de luz, y sonrió más aún, sus padres estaban allí, llegó a pensar que no sólo fue su imaginación, que solamente ella los pudo ver y sentir.
Viajó y se coló de tren en tren, robó algunas frutas de los mercados para ahorrar y, para no perder la costumbre, algunos libros de las ferias.
Una tarde con un radiante sol, Liesel leía sentada en la banca de una plaza en Madrid, los libros eran lo único que la sacaba del mundo y la apartaba del llanto. Sin darse cuenta, una señora de cabellos rubios hasta la cintura, ojos azules como el mar que expresaban soledad, se sentó a su lado a leer un libro que traía en sus manos. Cada una planeaba en el mundo de la imaginación, ninguna lograba percibir a la otra, sumergidas, sin darse cuenta que leían el mismo libro. Al cabo de un tiempo, la señora de los cabellos rubios dejó de leer y empezó a observar, algo andaba raro, pero se sentía bien. Miró al cielo, vio los árboles y se tranquilizó con la melodía que dejaban los pajaritos, miró a su izquierda: algunas parejas por ahí, ancianos, perros que jugaban y mordisqueaban y algunos niños que corrían felices hacia las hamacas. Giraba su cabeza lentamente observando y percibiendo los detalles que habitaban por el lugar hasta llegar a Liesel, podía notarse cómo las lágrimas se habían secado en ese rostro, que extrañamente le parecía familiar.
- ¿Niña de dónde eres? Preguntó amablemente. Liesel la miró un poco sorprendida al sentir que alguien por fin hablaba su mismo idioma en España y respondió
- Um, soy de un pueblo de Alemania a las cercanías de Munich. ¿Usted?
- ¡Vaya! Y qué haces aquí sola en un país como éste. De seguro escapabas de la Guerra como lo hice yo, soy de Berlín. Mi marido cayó en batalla y decidí viajar y dejar atrás mi pasado porque no lo aguantaba.
Liesel tuvo una extraña satisfacción. Mantuvieron una charla durante horas, al principio estuvo algo callada, pero después habló y habló contándole su historia a aquella mujer llamada Frieda (que significa paz y alegría), Frieda Schuller.
Frieda invitó a Liesel a tomar leche y comer algo en el hotel en que se estaba hospedando y Liesel no se negó ni por un segundo, ya que moría de hambre. Llegada la noche, la mujer pidió a Liesel que se quedara, aceptó. Pasaron los días y se hicieron buenas amigas, compartían muchas cosas, como la lectura, el dolor, la soledad antes de conocerse, entre tantas cosas.
Viajaron por todos lados, Frieda había heredado los bienes de su familia y era licenciada en letras. Su viaje concluyó en Sydney, donde actualmente vive Liesel. A lo largo de los años volvió a reencontrarse con Max, gracias a una revista en donde se destacaba un libro escrito por él.
1 comentario:
Muy buen relato, hermoso final para esos personajes memorables.
Gracias por escribir y subir tu texto...
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